Los momentos perfectos (ensayo de un ensayo)


         Hurgando entre usados en una librería de calle corrientes hallé una edición de Huckleberry Finn editada por Planeta en 1979, obviamente la compré como hago siempre que encuentro una edición de Huckleberry Finn que no tengo (aclaro que no soy una especie de John Cusack en “Serendipity, 2001” entrando a librerías buscando compulsivamente “El amor en los tiempos de cólera” sino que siempre había considerado, por lo menos hasta ahora, como casualidades mis encuentros con Finn). Me senté en un bar de calle callao y mientras tomaba un café sosteniendo esas 270 páginas conocidas hasta el hartazgo, observando la tapa y la sobrecubierta, cuando como una epifanía surgió a mi consciencia una imagen que hoja tras hoja fue delineando un recuerdo largamente olvidado. Corría 1981, tenía yo entre 9 y 10 años y sentado en las baldosas gastadas del patio grande de la casa de mi abuela Alcira en San Nicolás, enfrentado al prohibido patio chico donde se erguía el mágico peligro del aljibe y esperando los buñuelos de batata que ella freía en la cocina, leía yo Huckleberry Finn en una edición nueva de editorial Planeta, la misma edición que acababa de comprar y mis dedos, antojadizos, rediseñaban su textura. Pensé que aquel -el de la casa de mi abuela- había sido un momento perfecto y se me ocurrió, ahí entre el aroma al café y el de las amarillentas páginas de Twain, que los momentos perfectos también son traumáticos. Esos momentos perfectos serán la brújula del camino y la vara con la que se medirá todo lo que siga.

Tengo una sola edición de Tom Sawyer, el personaje literario por excelencia de mi infancia, una de Oliver Twist, una de La cabaña del tío Tom, una de Moby Dick, una de Los tres mosqueteros, en fin, una de cada uno de los libros que edificaron mi niñez, sin embargo, tengo catorce ediciones diferentes de Huckleberry Finn y curiosamente hasta ahora nunca me había resultado extraño.

Un momento perfecto no puede ser buscado ni armado, aparece porque sí, porque tiene ganas, porque simplemente un montón de sustantivos, adjetivo y verbos se alinean y conspiran para que así sea. ¡Y cómo sobrevivir a eso! Mi amigo Pablo hace demasiado tiempo venía sugiriéndome que mirara “Afer Life, 2019” la serie de Ricky Gervais que al fin miré esta semana. Tony pasa sus días entre el alcohol, la ira, el superpoder de la impunidad que le concede saberse muerto en vida y mirar videos de momentos perfectos que vivió junto a Lisa. Transcurrieron tres años desde la muerte de Lisa, Tony está mejor, incluso se convirtió en una especie de “Amelie, 2001” inglés, y aunque aprendió a vivir más allá de ella, decide quedarse ahí. Ese es su tope, sabe con certeza que nada de lo que vendrá podrá superar a su mujer riendo al ver un pancito con una cara dibujada. Algo que Woody Allen ya había trabajado en la inolvidable escena de la langosta de “Annie Hall, 1977”.

¿Por qué olvidar un momento perfecto? A simple vista parecería un ejercicio psíquico, absurdamente ridículo. Pero como hemos podido analizar, este movimiento funciona a la manera de un mecanismo defensivo para poder sobrellevar lo que viene después, anulando la comparación con lo nuevo que nunca estaría a la altura de aquel momento perfecto y de esa manera evitar la angustia provocada por la decepción (esto se corrobora con los protagonistas del pancito con cara y el de la langosta ante la necesidad de repetir aquel “momento perfecto”). Sin embargo, incluso si el psiquismo ha permitido el olvido, el inconsciente personal insiste e insiste y durante años intenta hacerme recordar (impulsándome a comprar Huckleberry Finn una y otra vez) hasta que la consciencia acepta que ya no puede hacerme daño recordarlo o simplemente reconoce que fue vencida por el destino.

Que sirva para su propio análisis…