La mala fe o el arte de mentirse a sí mismo


En la batalla de Azincourt (1415) los arqueros a pie ingleses hicieron la diferencia destruyendo a la infantería francesa gracias a sus arcos de 1.80 m. que disparaban a una distancia de 365 metros, no es difícil imaginar que muchos de los arqueros morían bajo la espada de la caballería antes de que la flecha llegara a destino. Unas semanas atrás mi pequeña sobrina me preguntó que era el sol y la conversación derivó en las estrellas en general y decantó en la probabilidad de que muchas de las que nos hacen de escenografía ya no existan. Es difícil dimensionar que ese haz de luz que vemos cada noche es el pasado de la estrella que ha viajado miles de años para llegar a la tierra y que en ese tiempo, como el arquero inglés, tal vez murió; sin embargo, nosotros la seguimos viendo ahí colgada, impoluta como una imagen divina. Es extraño pensar que noche tras noche estamos bajo un tapiz de probable mentira que ha sostenido la angustia de la humanidad, orientándola y dándole estructura a sus religiones y a su vida romántica.

Cuando se miente se enuncia un hecho que no sucedió. Uno sabe con certeza absoluta que lo dicho no existe, pero lo afirma para un otro.  En la mentira siempre hay una duplicidad, incluso una complicidad inconsciente dentro de la cual uno engaña y el otro es engañado. Por ejemplo, un estudiante reprueba una materia y le dice a su padre que había estudiado, pero que el profesor lo odia y por eso lo reprobó cuando en realidad sabe que no había estudiado. Sin embargo, en “la mala fe”, concepto acuñado y desarrollado por Jean Paul Sartre esa duplicidad se da en la misma persona. Con “la mala fe” se afirma algo creyendo que es así, aunque no lo es. Dentro de la persona están dadas todas las condiciones para salir del engaño, pero decide descansar ahí. El sujeto prefiere no enterarse de la verdad, se la evita aunque se la tenga frente a frente y el análisis confirma que esa evitación se produce a manera de un mecanismo defensivo del psiquismo ante lo inminente de la angustia. Siguiendo el ejemplo del estudiante que va a rendir, en esta oportunidad leyó todo, pero no comprendió varios temas y al ser reprobado considera que el profesor lo odia, pero esta vez lo cree sinceramente porque está seguro de que su examen era perfecto. Además, de aceptar y comprender que se sostiene un autoengaño, estaríamos hablando de cinismo. Sartre, a la cabeza de todo el existencialismo francés, plantea que no somos lo que hemos vivido, porque eso ya pasó, ni tampoco somos lo que viviremos, porque no podemos ser algo que desconocemos si será, sino que somos “un proyecto”, el proyecto de vida en el que nos embarcamos. La mala fe está intrínsecamente relacionada con la fatalidad de ese proyecto porque nos convencemos de que la razón de nuestras pérdidas, de nuestros fracasos y de la inercia en que vivimos es causada por otros. La culpa es: de Dios, del destino, de una ex pareja, del vecino que arroja la basura a deshora, del clima, del político, de los que no trabajan, de los que trabajan, de los asesinos, de los ladrones, de los pozos de la calle, del tiempo que no alcanza, de los virus, del amor, de los hijos, de los padres, de Oliverio Girondo, de cualquiera. El proyecto es de uno mismo, uno siempre tiene la posibilidad de la libertad, de tomar una decisión de la que seremos por enteros responsables. Se es libertad en potencia. Al fin y al cabo eso somos, un proyecto de libertad, el haz de luz de alguna estrella, una flecha silbando en el aire. El resto es simplemente mala fe.